Viajar es seguramente el deporte más completo que existe, fortalece el cuerpo físico y tu mente. Es el mejor antídoto contra la rutina, que es decir que es el mejor antídoto para movilizar tus neuronas y mantenerlas vivas y coleando. Un simple hecho como coger un avión requiere un ejercicio de coordinación nada despreciable comparado con otros deportes. Hacer la reserva previa de un vuelo ya tiene mérito, luego acordarse de hacer el check-in unos días antes a través de la web, descargar los billetes, que si en PDF, que si impresos, que si en un app. Y la logística hasta llegar el aeropuerto, es un deporte de estrategia y que generalmente se juega en equipo. Nada está en el sitio que uno espera. Llegas al aeropuerto y hay que buscar la pantalla en la que anuncian tu vuelo para ver el número donde puedes facturar tus maletas. ¿Qué número de vuelo teníamos? ¿Qué hora exacta sale? Buscar entre varias filas en la pantalla, con un entorno que no controlas, con otros guiris a tu lado que hacen algo similar, es como un enjambre de abejas pero de humanos.

¿Y qué decir cuando llegas al país de destino? Lo primero que sorprende es que es como otro mundo, hablan otro idioma, otra entonación completamente diferente a tu idioma, tienen otras reglas no escritas.

Una cosa que me gusta de viajar es que te hace relativizar las cosas bastante, tomas distancia con tu día a día. Eso que parecía tan importante en tu trabajo, en tu casa, en tu ciudad, todo eso parece ser succionado por un agujero negro y deja de importar tanto. La distancia oxigena el cerebro.

Cuando la pandemia recuerdo el sentimiento que experimentamos. En Cataluña las noticias no paraban de decir que era complicado entrar en Francia, se hablaba del carnet de vacunación, que si era imprescindible, que si era aconsejado no moverse de casa, etc. Eso creo que fue el verano de 2021. El caso es que como buenos ciudadanos fuimos a Francia con los carnets de vacaciones covid bien rellenados, pero el caso es que llegamos en coche hasta la Torre Eiffel sin que nadie nos parara en el camino, ni pidiese el carnet de vacunación, ni en la frontera con Francia ni en todo el recorrido. Recuerdo el sentimiento de aparcar mi choche en un lateral de esa carretera que enfila la Torre Eiffel, y decir: lo hemos hecho, no era para tanto. Pero si nos llegamos a acojonar por las noticias ya no salimos de casa.

Estos días pasados hemos estado por Italia. Me ha encantado. He tenido una sensación parecida. Teníamos mucho miedo del calor, de no poder salir del apartamento por las temperaturas. De hecho, un día oí en la radio, creo que fue Catalunya Radio, que en Roma había una ola de calor, y claro, nos acojonamos. El caso es que llegamos en Roma y ya no hacía esa ola de calor, digamos que la temperatura era de unos 30-35 grados, y luego había fuentes por toda la ciudad. ¡Qué maravilla de fuentes! Había fuentes cada dos por tres, con un chorro de agua generoso, y muy fresca. Me quito el sombrero por el Ayuntamiento de Roma o quien haya tomado esta decisión. Luego me acordé de la cantinela que estamos escuchando aquí en Catalunya/España con el agua, y me hace pensar si es realmente tan así como lo pintan o es otra vez algo parecido como lo de que no se podía ir a Francia. ¿Si Roma tiene fuentes de agua a “tuti plen” por qué Barcelona o Madrid o Sabadell no las puede tener? En cualquier caso es lo que te digo, que me gusta viajar porque te da perspectiva de las cosas, que no todo es blanco o negro, que todo depende.

Me gusta viajar porque me saca de mi letargo. Nuestras vidas si te lo paras a pensar es un poco como un estado de hibernación: te levantas, trabajas todo el día, haces algo por la tarde (con suerte), y de nuevo a repetir el proceso. Ahora siento como que cada día debería ser especial, y al acabar el trabajo debería ir aquí y allí, a ver esto y lo otro, no parar. ¿Pero qué pasa cuando empiezas la rutina del trabajo? Te chupa la energía y al final no haces ni la mitad de lo que ahora digo. Viajar es lo contrario, es un no parar, un ir de una ciudad a la otra con ansias de comértela, de descubrirla, de aprender, es sacar ese niño curioso que llevamos dentro. Yo vi ayer una película de Fellini con mi mujer, una peli del 1970, nos gustó mucho, y la vimos en italiano subtitulado en español (que por cierto, se entiende bastante bien). Hace unos meses habría sido impensable que viéramos esta película: tu estado mental no estaba para esto, pero ahora, el viajar, el conocer Italia te despierta querer saber más.

A veces me da la sensación que somos como eso que me explicaron de pequeño sobre los electrones y los átomos. Un átomo tiene un núcleo y electrones que están orbitando alrededor del núcleo. Somos esos electrones, con una energía que hace que orbitemos a una distancia del núcleo. ¿Qué pasa si el electrón quiere viajar y salir afuera? Requiere una energía, que si no tienes no puedes escapar de ese núcleo, de esa querida nuestra rutina, de esa nuestra conocida y segura prisión. Hay que encontrar la fuente de energía para escapar de nuestra órbita, ni que sea por unos días y conocer otros sitios, otras maneras de hacer, otras culturas y comprender que al final todos somos iguales y la misma cosa, que formamos un todo, aunque no lo parezca.

Ya para acabar este artículo quiero hacerlo con una frase que decía muy a menudo mi querido abuelo paterno. Con el tiempo me he dado cuenta de que realmente eran sabios mis abuelos, uno no se da cuenta hasta que te vienen a la cabeza frases que decían ellos, y te vienen a la cabeza porque tu cerebro sabe que en ese contexto hace el matching perfecto. Bueno, pues mi abuelo solía decir la frase “todo viene a ser lo mismo” (la decía en catalán, “tot ve a ser el mateix”). Y es tan cierta. Me gusta viajar y ver mundo, pero al final ves mundo, maneras de hacer diferentes, diferentes idiomas, maneras de hacer las cosas, pero en su esencia “todo viene a ser lo mismo”.

¡Un cálido abrazo y buen domingo!