Nacer, crecer, aprender, amar, reproducirse, sacrificarse, envejecer, desaprender, morir. Son los verbos de uno de los posibles caminos de nuestro paso por la existencia. Nacer y morir seguro que lo experimentamos todos los que hemos puesto nuestro cuerpo en el mundo. Aprender y desaprender una gran mayoría lo experimentará. Desaprender a andar, desaprender a dormir, desaprender a hacer pipí. Desaprender a mirar la vida con ilusión, desaprender los nombres de las personas que has hecho grandes y has amado. Es como recorrer el camino de una espiral, en cada vuelta se pierde una página. Y cada día se da una vuelta más de tuerca hasta llegar al centro, al origen, allí de donde venimos, ese lugar irreductible, los padres. La madre, esa diosa que nos trajo al mundo y que tiene un lugar privilegiado en nuestra mente. Seguramente de lo último que el cerebro borra del disco duro. Esa neurona sagrada que nos acompaña hasta el último día.

Y es curioso, pensar en todas esas pequeñas batallas ganadas poco a poco a lo largo de una vida. Ese primer día en que conseguiste hacer caca en el váter. Ese primer día en que conseguiste verbalizar una frase entera. Esa primera vez en que conseguiste escribir tu nombre, a contar hasta 19. Ese primer beso de amor. Cuántas pequeñas batallas que conforman una vida. Y cuan rápido se desvanece todo, se pierden todas esas batallas llegada una edad.

Pequeños venimos al mundo y pequeños nos vamos de este mundo. Solo por el camino se queda el recuerdo para los que se quedan. El recuerdo de todas las grandezas que una persona es capaz de hacer con sus gestos diarios, con su entrega desinteresada.

Y todo esto me viene a la cabeza en estos días. En estos días en los que veo cómo mi abuela está desaprendiendo a marchas forzadas. En estos días que veo como va perdiendo decenas de batallas que había ganado a la vida, una vida complicada y dura y que con un coraje admirable le ha plantado cara. Son abuelas todavía de las de antes de la guerra. De las que subieron cuatro hijos en la posguerra. Abuelas que no se ahogaban con un vaso de agua como nos pasa a menudo a nuestra generación.

Me acuerdo lo que siempre me decía, ahora ya raramente, que cuando nací fue la primera persona que me vio venir al mundo. También que me cambiaba los pañales en alguna temporada en qué venía a ayudar a mi madre. Y no hace mucho yo le ayudé a ella a hacer pipí. Cómo se giran las tornas. Dale tiempo al tiempo y así es como se llega al final de la vida si tienes suerte de vivir tanto.

Me acuerdo de una entrevista que le hicieron a Quim Monzó en la tele, en el programa «El convidat». Dijo que lo más duro de la vida está por llegar, que a medida que nos hacemos grandes la cosa es más dura. Me acuerdo que me sorprendió la contundencia con que lo contó. Y cada vez veo lo que quería decir. No estamos educados para escuchar toda la verdad, para admitir que esto es también parte de la vida. Nacer con dignidad. Morir con dignidad. Nacer siendo amado. Morir siendo amado. Nacer recibiendo. Morir recibiendo.

Y con todo este panorama me doy cuenta del poder del tacto y de la mirada. El poder de apretar la mano y ver como se comunica sin decir una palabra. La neuronas que transportan el habla se van muriendo pero el tacto es puro instinto. Es intuición de saberse querido. Y el poder de la mirada. Esa mirada que no mira los ojos sino al fondo del alma. Esa mirada que no necesita hablar ni decir nada porque de nuevo la intuición y el instinto captan lo que tienen que captar.